Los mecanismos silenciosos de los gigantes

Los gigantes no necesitan pisar fuerte. Las corrientes de aire causadas por su propio desplazamiento hacen el trabajo por ellos.

Caemos como moscas pegadas en la miel. Qué seductor esto del prestigio que supone trabajar con un gigante. Nos hace crecer unos centímetros y – aparte – nosotros nos ponemos de puntillas para que aún parezcan más.1

Y ahí está, nuestra posición para el resto de los días: de puntillas y con las yemas de los dedos estiradas, al final de unos brazos alargados que intentan alcanzar el cielo de un horizonte que nunca llega.

De puntillas y detrás del gigante, nunca a su lado.

Un gigante que nunca te mira a los ojos, que en lugar de las rectas prefiere las diagonales.

Y es curioso que cuando menos se nos mira, más queremos que nos miren. Y así corremos, con nuestros pies diminutos tras el gigante, dispuestos a hacernos un hueco ante sus pupilas inmensas. Unas pupilas huecas que ven sólo la verdad redonda del gigante. Nada más: ni el sueño, ni las carreras, ni las manos quebradas de quienes sustentan a pulso esa verdad brillante y hermética. Eso no lo ven.

2Y al tiempo que pasa – rápido y sin digestión reflexiva – nuestras manos diminutas dejan de dibujar metas para dirigirse a la meta única: la verdad redonda, blanca y dura del gigante.

¡Ay, de la mano que osa dejar de sostener esa bola redonda del gigante! La mirada ríspida de las pupilas gigantes se cierne sobre esa mano diminuta. Y esta simple mirada, desde el silencio, vuelca un discurso torrencial que inunda de incredulidad a aquella mano hereje. Deja que el peso de la bola redonda aplaste los nudillos sin boca de una mano ahogada que se planteó gritar.No hay peor violencia que la silenciosa. Los mecanismos silenciosos de los gigantes son implacables. Te aplastan con su verdad redonda.

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